Los hombres buenos”, los cátaros. Historia, creencias y el tesoro cátaro con el Padre Germán Korneychuk, M… aría Salvadora y Loengrin.Escuchar audio

Guillem de Gellone
Era patente que existían intereses creados que tenían algo importante que perder si se sabía que Sigisberto había existido. Diríase que en el siglo IX, y puede que todavía en la época de las cruzadas, estos intereses eran la Iglesia de Roma y el linaje real francés. Pero ¿por qué el asunto tendría aún importancia en la época de Luis XIV? Sin duda a semejantes alturas sería un asunto secundario, pues tres dinastías francesas habían ocupado el trono en el ínterin, a la vez que el protestantismo había roto la hegemom’a de Roma. A menos que en verdad hubiese algo muy especial en la sangre merovingia. No «propiedades mágicas», sino otra cosa, algo que conservaba su potencia explosiva incluso después de que la superstición sobre la sangre mágica hubiera sido desechada. 239
El príncipe Guillem de Gellone, conde de Razes Según los «documentos Prieuré», Sigisberto IV, al morir su padre, fue rescatado por su hermana y llevado a escondidas al sur donde estaba el dominio de su madre, la princesa visigoda Giselle de Razés. Se dice que Sigisberto llegó al Languedoc en 681 y que, poco después de su llegada, adoptó —o heredó— los títulos de su tío: duque de Razés y conde de Rhédae. También se dice que adoptó el apellido, o apodo, de «Plant-Ard» (que luego se transformaría en Plantard), derivado del apelativo «réjeton ardent»: «vastago que florece ardientemente» de la vid merovingia. Bajo este nombre, y bajo los títulos adquiridos de su tío, se dice que perpetuó su linaje. Y en 886 una rama de dicho linaje culminó, según se dice, en cierto Bernard Plantavelu —nombre que, al parecer, se deriva de Plant-ard o Plantard— cuyo hijo se convirtió en el primer duque de Aquitania. Según nuestros datos, ningún historiador independiente había confirmado o puesto en duda estas afirmaciones. Sencillamente no se había prestado la menor atención al asunto. Pero las pruebas circunstanciales indicaban de modo persuasivo que Sigisberto realmente sobrevivió y perpetuó su linaje. La eliminación asidua de Dagoberto de la historia da credibilidad a esta conclusión.
Negando su existencia, se habría invalidado cualquier línea de descendencia que partiera de él. Esto constituye una motivación para hacer algo que por lo demás resulta inexplicable. Entre los otros fragmentos de información hay un documento fechado en 718, relativo a la fundación de un monasterio —a pocos kilómetros de Rennes-le- Cháteau— por «Sigebert, Comte de Rhédae y su esposa, Magdala».27 Aparte de este documento, no hay ninguna otra noticia sobre los títulos de Rhédae o Razés durante otro siglo. Sin embargo, cuando uno de ellos reaparece es en un contexto interesantísimo.
En 742 había ya en el sur de Francia un estado independiente y plenamente autónomo: un principado según algunas crónicas y un reino con todas las de la ley según otras. La documentación es esquemática y la historia sólo dice vaguedades sobre él —de hecho, la mayoría de los historiadores desconocen su existencia—, pero no cabe la menor duda de su realidad. Fue reconocido oficialmente por Carlo-magno y sus sucesores, así como por el califa de Bagdad y el mundo islámico. También fue reconocido por la Iglesia, aunque a regañadientes, ya que dicho Estado había confiscado algunas de sus tierras. Y sobrevivió hasta finales del siglo ix. En algún momento situado entre 759 y 768 el gobernante de dicho Estado —que incluía Razés y Rennes-le-Cháteau— fue nombrado oficialmente rey. A pesar de la desaprobación de Roma, fue reconocido como tal por los carolingios, a quienes se vinculó en calidad de vasallo. En las crónicas existentes figura con mayor frecuencia bajo el nombre de Teodorico o Thierry. Y la mayoría de los eruditos modernos opinan que era descendiente de los merovingios.28 No hay ninguna prueba definitiva del posible origen de tal descendencia. Bien podría derivarse de Sigisberto. En todo caso, no hay ninguna duda de que en 790 el hijo de Teodorico, Guillem de Gellone, ostentaba el título de conde de Razés, esto es, el título que, según se dice, poseía Sigisberto, el cual lo transmitió a sus descendientes. Guillem de Gellone fue uno de los hombres más famosos de su tiempo, tanto es así, de hecho, que su realidad histórica —al igual que la de Carlomagno y la de Godofredo de Bouillon— se ha visto oscurecida por la leyenda. Antes de la época de las cruzadas, se compusieron como mínimo seis poemas épicos sobre él, chansons de geste parecidas a la famosa Chanson de Roland.
En la Divina comedia Dante le otorgó una categoría singularmente ensalzada. Pero incluso antes de Dante, Guillem había vuelto a ser objeto de atención literaria. A principios del siglo XIII figuró como protagonista de Willehalm, un romance épico inacabado que escribió Wolfram von Eschenbach, cuya obra más famosa, Parzival, es probablemente el más importante de todos los romances que se ocupan de tos misterios del Santo Grial. A nosotros nos pareció un tanto curioso al principio que Wolfram —la totalidad de cuya obra restante se ocupa del Grial, de la «familia del Grial» y del linaje de la «familia del Grial»— se dedicase de pronto a escribir sobre un tema tan radicalmente distinto como es el de Guillem de Gellone.
Por otro lado, Wolfram manifestaba en otro poema que el «castillo del Grial», morada de la «familia del Grial», estaba situado en los Pirineos: en lo que, en los inicios del siglo ix, era el dominio de Guillem de Gellone. Guillem mantenía una relación estrecha con Carlomagno. De hecho, su hermana estaba casada con uno de los hijos de Carlomagno, por lo que existía un vínculo dinástico con la sangre imperial. Y el propio Guillem fue uno de los principales comandantes de Carlomagno en sus guerras incesantes contra los moros. En 803, poco después de la coronación de Carlomagno como Sacro Emperador Romano, Guillem conquistó Barcelona, doblando así su propio territorio y extendiendo su influencia a través de los Pirineos. Tan agradecido estaba 240 Carlomagno por sus servicios que confirmó su principado como institución permanente. El documento que ratifica esta confirmación se ha perdido o ha sido destruido, pero hay testimonios abundantes de su existencia. Autoridades independientes e irrefutables han proporcionado genealogías detalladas del linaje de Guillem de Gellone, es decir, de su familia y de sus descendientes.29 Sin embargo, estas fuentes no proporcionan ninguna indicación de los antecedentes de Guillem, con excepción de su padre, Teodorico. En pocas palabras, los orígenes verdaderos de la familia se hallaban envueltos en el misterio. Y los eruditos e historiadores contemporáneos generalmente se muestran algo desconcertados ante la enigmática aparición, como por combustión espontánea, de una casa noble tan influyente. Pero, en todo caso, una cosa es segura. En 886 el linaje de Guillem de Gellone había culminado en cierto Bernard Plantavelu, que fundó el ducado de Aquitania. Dicho de otro modo, el linaje de Guillem culminó precisamente en el mismo individuo que el linaje que los «documentos Prieuré» atribuyen a Sigis-berto IV y sus descendientes. Huelga decir que estuvimos tentados de sacar conclusiones precipitadas y utilizar las genealogías de los «documentos Prieuré» para cubrir el hueco que dejaba la historia aceptada. Estuvimos tentados de suponer que los elusivos progenitores de Guillem de Gellone eran Dago-berto II y Sigisberto IV y el linaje principal de la depuesta dinastía merovingia: el linaje que en los «documentos Prieuré» se cita bajo el nombre de Plant-Ard o Plantard. Desgraciadamente, no pudimos hacerlo. Dada la confusión que muestran los testimonios existentes, nos fue imposible establecer de modo definitivo la relación precisa entre el linaje Plantard y el linaje de Guillem de Gellone. A decir verdad, puede que fueran el mismo. Por otro lado, cabía la posibilidad de que en algún momento se hubiesen celebrado matrimonios entre miembros de los dos linajes. Con todo, lo que seguía siendo indudable era que en 886 ambos linajes ya habían culminado en Bernard Plantavelu y los duques de Aquitania. Aunque no siempre concordaban exactamente en las fechas y la traducción de los nombres, las genealogías relacionadas con Guillem de Gellone constituían cierta confirmación independiente de las genealogías de los «documentos Prieuré». Por consiguiente, podíamos aceptar de modo provisional, a falta de pruebas en sentido contrario, que el linaje merovingio sí continuó, más o menos tal como afirmaban los «documentos Prieuré». Podíamos aceptar provisionalmente que Sigisberto sobrevivió al asesinato de su padre, que adoptó el apellido Plantard y que, como conde de Razés, perpetuó el linaje de su padre. 241 El príncipe L’rsus En 886, por supuesto, el «vastago floreciente de la vid merovin-gia» ya había devenido en un amplio y complicado árbol genealógico. Bernard Plantavelu y los duques de Aquitania constituían una de sus ramas. Había otras ramas también. Así, los «documentos Prieuré» declaran que Sigisberto VI, el nieto de Sigisberto IV, era conocido con el nombre de «príncipe Ursus». Entre 877 y 879 el «príncipe Ursus», según se dice, fue proclamado oficialmente «rey Ursus». Con la ayuda de dos nobles —Bernard de Auvergne y el marqués de Go-thie— protagonizó una insurrección contra Luis II de Francia en un intento de recuperar su patrimonio legítimo. Historiadores independientes confirman que tal insurrección tuvo realmente lugar entre 877 y 879. Estos mismos historiadores aluden a Bernard de Auvergne y al marqués de Gothie. No dicen específicamente que el líder o instigador de la insurrección fuese Sigisberto VI. Pero hay alusiones a un individuo llamado el «príncipe Ursus». Asimismo, se sabe que el «príncipe Ursus» participó en una curiosa y complicada ceremonia en Nimes, en la cual quinientos eclesiásticos reunidos cantaron el tedeum.30 A juzgar por todas las crónicas de dicha ceremonia, parece que ésta fue una coronación. Es muy posible que fuera la coronación a la que aludían los «documentos Prieuré»: la proclamación del «príncipe Ursus» como rey. Una vez más, los «documentos Prieuré» recibían confirmación independiente. Una vez más parecían basar sus afirmaciones en datos que no podían encontrarse en ninguna otra parte: datos que complementaban, y a veces incluso ayudaban a explicar cesuras de la historia aceptada. Al parecer, en este caso nos habían dicho quién era en realidad el elusivo «príncipe Ursus»: el descendiente por línea directa, a través de Sigisberto IV, del asesinado Dagoberto II. Y la insurrección, a la que hasta el momento los historiadores no le habían encontrado sentido, podía considerarse ahora como un intento perfectamente comprensible, por parte de la depuesta dinastía merovingia, de recuperar el patrimonio que le fue conferido por Roma mediante el pacto con Clodoveo que la propia Roma violó más adelante. Tanto los «documentos Prieuré» como fuentes independientes indican que la insurrección fracasó, pues el «príncipe Ursus» y sus partidarios fueron derrotados en una batalla librada cerca de Poitiers en 881. Se dice que para los Plantard este revés supuso la pérdida de sus posesiones en el sur de Francia, aunque conservaron la categoría, que ahora era puramente titular, de duques de Rhédae y condes de Razés. Se dice que el «príncipe Ursus» murió en Bretaña, a la vez que su linaje se aliaba matrimonialmente con la casa ducal bretona. En las postrimerías del siglo IX, pues, la sangre merovingia había penetrado tanto en el ducado de Bretaña como en el de Aquitania. En los años siguientes la familia —incluyendo a Alain, que más tarde sería duque de Bretaña— buscó refugio en Inglaterra, fundando una rama inglesa llamada «Planta». Autoridades independientes confirman, también en este caso, que Alain, su familia y su séquito huyeron de los vikingos y se trasladaron a Inglaterra. Según los «documentos Prieuré», un miembro de la rama inglesa de la familia, al que se da el nombre de Bera VI, era apodado «el Arquitecto». Se dice que él y sus descendientes, habiendo hallado refugio en Inglaterra bajo el rey Athelstan, practicaron «el arte de construir», lo que constituye una alusión aparentemente enigmática. Un detalle interesante es que fuentes masónicas datan el origen de la francmasonería en Inglaterra en el reinado del rey Athelstan.31 Nos preguntamos si la estirpe merovingia, además de su pretensión al trono francés, podía tener alguna relación con algo que estuviese en el corazón de la francmasonería. 242 243 La familia del Grial La Edad Media abunda en una mitología tan rica y resonante como las de la antigua Grecia y la antigua Roma. Parte de esta mitología, pese a la tremenda exageración de sus formas, se refiere a personajes históricos que existieron en realidad: el rey Arturo, Roland y Carlomagno, Rodrigo Díaz de Vivar, conocido popularmente por «El Cid». Otros mitos —como, por ejemplo, los relativos al Grial— parecen, a primera vista, descansar sobre una base más tenue. Entre los mitos medievales más populares y evocadores se cuenta el de Lohengrin, el «Caballero Cisne». Por un lado, está estrechamente relacionado con los fabulosos romances sobre el Grial; por otro, cita personajes históricos concretos. Puede que sea único por su mezcla de realidad y fantasía. Y mediante obras tales como la ópera de Wagner continúa teniendo un atractivo arquetípico incluso hoy día. Según las crónicas medievales, Lohengrin —-al que a veces llaman Helias, nombre que lleva connotaciones solares— era vastago de la elusiva y misteriosa «familia del Grial». En el poema de Wolfram von Eschenbach es, de hecho, el hijo de Parzival, el supremo «caballero del Grial». Se dice que un día, en el templo o castillo sagrado del Grial, en Munsalvaesche, Lohengrin oyó que la campana de la capilla tañía sin intervención de manos humanas: era la señal de que en alguna parte del mundo se necesitaba con urgencia su ayuda. Como era de esperar, quien la necesitaba era una damisela en apuros: la duquesa de Brabante,32 según algunas crónicas, la duquesa de Bouillon, según otras. La dama necesitaba desesperadamente un paladín y Lohengrin se apresuró a acudir en su ayuda en una embarcación de la que tiraban cisnes heráldicos. En singular combate derrotó al perseguidor de la duquesa, luego se casó con la dama. En las nupcias, sin embargo, pronunció una advertencia severa. Su esposa jamás debería preguntarle sobre sus orígenes o antepasados, sus antecedentes o el lugar de donde procedía. Y durante algunos años la dama obedeció la orden de su esposo. Al final, sin embargo, despertada su curiosidad por las insinuaciones difamatorias de los rivales de Lohengrin, se atrevió a formular la pregunta prohibida. En seguida se sintió Lohengrin obligado a partir y desapareció en el crepúsculo a bordo de su embarcación tirada por cisnes. Y tras de sí, con su esposa, dejó un hijo de linaje incierto. Según las diversas crónicas, este hijo fue o bien el padre o el abuelo de Godofredo de Bouillon. A la mente moderna le resulta difícil apreciar la magnitud de la categoría de Godofredo en la conciencia popular, no sólo en su propia época, sino mucho después, en el siglo xvii, por ejemplo. Hoy día cuando pensamos en las cruzadas nos acordamos de Ricardo Corazón de León, del rey Juan, quizá de Luis IX (san Luis) o de Federico Barbarroja. Pero hasta hace relativamente poco tiempo a ninguno de estos individuos se le atribuía el prestigio o los elogios de Godofredo. Éste, líder de la primera cruzada, era el héroe popular supremo, el héroe por excelencia. Fue Godofredo quien inauguró la cruzada. Fue Godofredo quien arrebató Jerusalén a los sarracenos. Fue Godofredo quien rescató el sepulcro de Cristo de manos infieles. Fue Godofredo quien, por encima de todos los demás, hizo compatibles, en la imaginación del pueblo, los ideales de las altas empresas caballerescas con la fervorosa piedad cristiana. No es extraño, pues, que Godofredo se convirtiera en objeto de un culto que perduró hasta mucho después de su muerte. 244 Dada esta categoría exaltada, es comprensible que se atribuyeran a Godofredo toda suerte de ilustres y míticas genealogías. Incluso es comprensible que Wolfram von Eschenbach, así como otros roman-ciers medievales, establecieran un vínculo directo entre él y el Grial, que lo presentasen como descendiente por línea directa de la misteriosa «familia del Grial». Y estas genealogías fabulosas resultan aún más comprensibles debido a que el verdadero linaje de Godofredo está poco claro. La historia sigue siendo incómodamente incierta en lo que se refiere a su estirpe.33 Los «documentos Prieuré» nos proporcionaron la genealogía más plausible —quizás, a decir verdad, la primera genealogía plausible— de Godofredo de Bouillon que ha salido a la luz hasta el momento. En la medida en que fue posible comprobar dicha genealogía —y pudimos comprobar gran parte de ella—, vimos que era exacta. No encontramos datos que la contradijeran y sí muchas cosas que la confirmaban; y cubría de forma convincente diversos huecos de la historia que nos habían llenado de perplejidad. Según la genealogía de los «documentos Prieuré», Godofredo de Bouillon —en virtud de su bisabuela, que casó con Hugues de Plantard en 1009— era descendiente por línea directa de la familia Plantard. Dicho de otro modo, Godofredo llevaba en sus venas sangre merovin-gia, descendía directamente de Dagoberto II, Sigisberto IV y el linaje de «reyes perdidos» merovingios: «les rois perdus». Parece ser que durante cuatro siglos la sangre real merovingia fluyó a través de nudosos y numerosos árboles genealógicos. Finalmente, mediante un proceso análogo a los injertos de vides en la viticultura, parece que dio fruto. Y el fruto fue Godofredo de Bouillon, duque de Lorena. Y aquí, en la casa de Lorena, estableció un nuevo patrimonio. Esta revelación arrojó una luz nueva y significativa sobre las cruzadas. Ahora podíamos ver las cruzadas desde una nueva perspectiva, y discernir en ellas algo más que el gesto simbólico de arrebatar el sepulcro de Cristo a los sarracenos. Ante sus propios ojos, así como ante los de sus seguidores, Godofredo sería más que duque de Lorena. De hecho, sería un rey legítimo, un pretendiente legítimo de la dinastía depuesta con Dagoberto II en 679. Pero, si Godofredo era un rey legítimo, era también un rey sin reino; y la dinastía Capeta de Francia, apoyada por la Iglesia de Roma, estaba a la sazón demasiado consolidada para que fuese posible destronarla. ¿Qué se puede hacer si se es rey y no se tiene reino? Quizá buscar un reino. O crearlo. El reino más precioso de todo el mundo: Palestina, la Tierra Santa, el suelo que pisara el mismísimo Jesús. ¿Acaso el gobernante de semejante reino no sería comparable a cualquier otro de Europa? ¿Y acaso, al presidir el más sagrado de los lugares de la Tierra, no se cobraría una dulce venganza de la Iglesia que traicionara a sus antepasados cuatro siglos antes? El misterio elusivo Poco a poco ciertas piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Si Godofredo llevaba sangre merovingia, diversos fragmentos que en apariencia eran inconexos dejaban de serlo y adquirían una continuidad coherente. De esta manera pudimos explicarnos la importancia que se daba a elementos aparentemente tan dispares como la dinastía merovingia y las cruzadas, Dagoberto II y Godofredo, Rennes-le-Cháteau, los caballeros templarios, la casa de Lorena, la Prieuré de Sion. Incluso podíamos seguir las estirpes merovingias hasta nuestros días: hasta Alain Poner, hasta Henri de Montpézat (consorte de la reina de Dinamarca), hasta Pierre Plantard de Saint-Clair, hasta Otto von Habsburg, duque titular de Lorena y rey de Jerusalén. Y, sin embargo, la cuestión verdaderamente crucial seguía eludiéndonos. Aún no acertábamos a ver por qué la estirpe merovingia tenía que ser tan inexplicablemente importante hoy día. No alcanzábamos a comprender por qué sus pretensiones tenían importancia en el mundo contemporáneo ni por qué habían contado con la lealtad de tantos hombres distinguidos a lo largo de los siglos. Seguíamos sin ver por qué una moderna monarquía merovingia, por muy legítima que pudiera ser desde el punto de vista teórico, justificaba un respaldo tan apremiante. Era obvio que algo se nos estaba pasando por alto. 245 246 10 La tribu exiliada ¿Era posible que hubiese algo especial en la estirpe merovingia, algo más que una legitimidad académica, técnica? ¿Podía realmente haber algo que, de algún modo, tuviese verdadera importancia para personas de nuestro tiempo? ¿Podía tratarse de algo que tal vez afectara, quizás incluso cambiara, las instituciones sociales, políticas o religiosas de hoy? Estas preguntas seguían importunándonos. Y, pese a ello, de momento no parecían tener respuesta. Una vez más examinamos minuciosamente la recopilación de «documentos Prieuré» y, especialmente, los importantísimos Dossiers Secrets. Volvimos a leer pasajes que antes no nos habían dicho nada. Ahora les encontramos sentido, pero no explicaban el misterio, ni respondían a las preguntas que ya eran críticas. Por otro lado, había otros pasajes cuya pertinencia seguíamos sin ver con claridad. En modo alguno podíamos decir que estos pasajes resolvieran el enigma; pero, cuando menos, nos hicieron pensar de acuerdo con ciertas pautas, unas pautas que lnego veríamos que tenían una importancia primordial. Ya habíamos averiguado que los merovingios, según sus propios cronistas, pretendían ser descendientes de la antigua Troya. Pero, según ciertos «documentos Prieuré», el árbol genealógico merovingio era más antiguo que el sitio de Troya. Según ciertos «documentos Prieuré», era posible que, de hecho, el árbol genealógico de los merovingios se remontase al Antiguo Testamento. Entre las genealogías de los Dossiers Secrets, por ejemplo, había numerosas notas a pie de página y anotaciones. Muchas de éstas se referían específicamente a una de las doce tribus de la antigua Israel, la tribu de Benjamín. Una de tales referencias cita, y pone de relieve, tres pasajes bíblicos: Deuteronomio 33, Josué 18 y Jueces 20 y 21. Deuteronomio 33 contiene la bendición que dio Moisés a los patriarcas de cada una de las doce tribus. De Benjamín dice Moisés: «El amado de Jehová habitará confiado cerca de él; lo cubrirá siempre, y entre sus hombros morará» (33, 12). Dicho de otro modo, a Benjamín y sus descendientes se les hizo objeto de una bendición muy especial y exaltada. Eso, cuando menos, estaba claro. Nos sorprendió, ni que decir tiene, la promesa de que el Señor moraría «entre los hombros de Benjamín». ¿Debíamos relacionar dicha promesa con la legendaria mancha de nacimiento de los merovingios? Es decir, con la cruz roja entre los hombros. La relación se nos antojó un tanto rebuscada. Por otro lado, había otras similitudes más claras entre Benjamín en el Antiguo Testamento y el tema de nuestra investigación. Según Robert Graves, por ejemplo, el día sagrado para Benjamín era el 23 de diciembre:1 el día de san Dagoberto. Entre los tres clanes que integraban la tribu de Benjamín estaba el clan de Ahiram, lo que podría ser una referencia oscura a Hiram, constructor del templo de Salomón y figura central de la tradición masónica. Además, el discípulo más devoto de Hiram se llamaba Benoni; y Benoni, detalle interesante, era el nombre conferido en principio al infante Benjamín por su madre, Rachel, antes de morir. La segunda referencia bíblica de los Dossiers Secrets, la de Josué 18, es bastante más clara.
Trata de la llegada del pueblo de Moisés a la Tierra Prometida y de la asignación a cada una de las doce tribus de determinadas extensiones de territorio. En virtud de esta asignación, el 247 territorio de la tribu de Benjamín incluía lo que posteriormente sería la ciudad sagrada de Jerusalén. Dicho de otro modo, Jerusalén, incluso antes de ser la capital de David y Salomón, era el patrimonio señalado de la tribu de Benjamín. Según Josué 18, 28, el patrimonio de los benjamitas abarcaba «Zela, Blej y Jebús», lo que representa Jerusalén, Gabaa y Quiriat; catorce ciudades con sus poblados. Este es el patrimonio de los hijos de Benjamín según sus familias. El tercer pasaje bíblico que se cita en los Dossiers Secrets lleva aparejada una secuencia de acontecimientos bastante compleja. Un levita que viaja por territorio benjamita es asaltado y su concubina es violada por adoradores de Belial, que es una variante de la Diosa Madre sumeria, conocida por Istar por los babilonios y por Astarté por los fenicios. Llamando como testigos a representantes de las doce tribus, el levita exige venganza por la atrocidad; y, reunidos en consejo, los benjamitas reciben instrucciones en el sentido de que entreguen a los malhechores a la justicia. Cabría esperar que los benjamitas cumpliesen rápidamente tales instrucciones. Sin embargo, por alguna razón no lo hacen y se comprometen a proteger a los «hijos de Belial» por la fuerza de las armas. El resultado es una guerra encarnizada y sangrienta entre los benjamitas y las once tribus restantes. En el curso de las hostilidades estas últimas lanzan una maldición contra cualquier hombre que dé su hija a un benjamita. Sin embargo, al terminar la guerra, virtualmente exterminados los benjamitas, los victoriosos israelitas se arrepienten de su maldición, aunque es imposible retirarla: Los varones de Israel habían jurado en Mizpa, diciendo: Ninguno de nosotros dará su hija a los de Benjamín por mujer. Y vino el pueblo a la casa de Dios, y se estuvieron allí hasta la noche en presencia de Dios; y alzando su voz hicieron gran llanto, y dijeron: Oh Jehová Dios de Israel, ¿por qué ha sucedido esto en Israel, que falte hoy de Israel una tribu? (Jueces, 21, 1- 3). Unos versículos más adelante, se repite el lamento: Y los hijos de Israel se arrepintieron a causa de Benjamín su hermano, y dijeron: Cortada es hoy de Israel una tribu. ¿Qué haremos en cuanto a mujeres para los que han quedado? Nosotros hemos jurado por Jehová que no les daremos nuestras hijas por mujeres. (Jueces, 21,6-7). Y otra vez: Y el pueblo tuvo compasión de Benjamín, porque Jehová había abierto una brecha entre las tribus de Israel. Entonces los ancianos de la congregación dijeron: ¿Qué haremos respecto de mujeres para los que han quedado? Porque fueron muertas las mujeres de Benjamín. Y dijeron: Tenga Benjamín herencia en los que han escapado, y no sea exterminada una tribu de Israel. Pero nosotros no les podemos dar mujeres de nuestras hijas, porque los hijos de Israel han jurado diciendo: Maldito el que diere mujer a los benjamitas. (Jueces, 21,15-18). Ante la posible extinción de una tribu entera, los ancianos se apresuran a idear una solución. En Silo, en Bet-el, debe celebrarse una fiesta dentro de poco; y a las mujeres de Silo —cuyos hombres habían permanecido neutrales en la guerra— hay que considerarlas «presa legítima». Los benjamitas supervivientes reciben instrucciones de ir a Silo y esperar escondidos en los viñedos. Cuando las mujeres de la ciudad se congreguen para bailar en la fiesta, los benjamitas saltarán sobre ellas y las tomarán por esposas 248 No está nada claro por qué los Dossiers Secrets insisten en llamar la atención sobre este pasaje. Pero, sea cual fuere la razón, los benjamitas, en lo que se refiere a la historia bíblica, son claramente importantes. A pesar de la devastación ocasionada por la guerra, rápidamente recuperan su prestigio, si no su número. A decir verdad, se recuperan tan bien que en Samuel 1 proporcionan a Israel su primer rey, Saúl. Sin embargo, sea cual sea la recuperación que hayan logrado los benjamitas, los Dossiers Secrets dan a entender que la guerra en torno a los seguidores de Belial fue un momento crítico y crucial. Diríase que, a raíz de este conflicto, muchos, si no la mayoría de los benjamitas se exiliaron. Así, en los Dossiers Secrets hay una nota solemne escrita con letras mayúsculas: UN DÍA LOS DESCENDIENTES DE BENJAMÍN ABANDONARON SU PAÍS; CIERTOS SE QUEDARON; DOS MIL AÑOS MÁS TARDE GODOFREDO VI [DE BOUILLON] SE CONVIRTIÓ EN REY DE JERUSALÉN Y FUNDÓ LA ORDEN DE SION.2 Al principio no vimos ninguna relación entre estos aparentes non sequiturs. No obstante, cuando reunimos las referencias diversas y fragmentarias de los Dossiers Secrets, empezó a cobrar forma una historia coherente. Según esta crónica, la mayoría de los benjamitas se exilió. Se supone que fueron a Grecia, al Peloponeso central: a la Arcadia, en suma, donde supuestamente se alinearon con la estirpe real arcádica. Se dice que, cercano ya el advenimiento de la era cristiana, emigraron y subieron por el Danubio y el Rhin, mezclándose matrimonialmente con ciertas tribus teutónicas hasta que finalmente engendraron a los francos sicambros: los antepasados inmediatos de los merovingios. Así pues, según los «documentos Prieuré», los merovingios descendían, a través de la Arcadia, de la tribu de Benjamín. Dicho de otra manera, los merovingios, así como sus descendientes —las estirpes Plantard y Lorena, por ejemplo— eran en esencia de origen semítico o israelita. Y si Jerusalén era verdaderamente el patrimonio hereditario de los benjamitas, Godofredo de Bouillon, al marchar sobre la Ciudad Santa, de hecho reclamó su patrimonio antiguo y legítimo. Además, es significativo que Godofredo fuese el único de los augustos príncipes europeos que participaron en la primera cruzada que se despojó de todas sus propiedades antes de ponerse en marcha, lo cual daba a entender que no pensaba regresara Europa. Ni que decir tiene, nosotros no temamos manera de comprobar si los merovingios eran de origen benjamita o no. La información que había en los «documentos Prieuré» se refería a un pasado demasiado remoto, demasiado oscuro, sobre el cual no existían confirmación ni testimonios de ninguna clase. Pero las afirmaciones no eran especialmente únicas ni nuevas. Al contrario, venían circulando desde hacía mucho tiempo en forma de rumores vagos y tradiciones nebulosas. Para citar un solo ejemplo, Proust las utiliza en su obra; y más recientemente el novelista Jean d’Ormesson sugiere que ciertas familias de la nobleza francesa son de origen judaico. Y en 1965 Roger Peyre-fitte, a quien parece ser que le gusta escandalizar a sus compatriotas, causó sensación con una novela en la que señalaba el origen esencialmente judaico de toda la nobleza de Francia y de la mayor parte de la de Europa. De hecho, el argumento, pese a ser indemostrable, no es del todo inverosímil, 249 250 como tampoco lo son el exilio y la migración que los «documentos Prieuré» atribuyen a la tribu de Benjamín. Esta tribu se alzó en armas para defender a los seguidores de Belial, que es una forma de Diosa Madre que a menudo se asocia con imágenes de un toro o ternero. Hay motivos para creer que los propios benjamitas veneraban a la misma deidad. De hecho, es posible que el culto del Becerro de Oro que se cita en el Éxodo —tema, significativamente, de uno de los cuadros más famosos de Poussin— fuese un ritual específicamente benjamita. Después de su guerra contra las otras once tribus de Israel, los benjamitas, al huir, forzosamente tendrían que dirigirse hacia el oeste, es decir, hacia la costa fenicia. Los fenicios poseían naves capaces de transportar grandes números de refugiados. Y eran aliados obvios de los benjamitas fugitivos, porque también los fenicios adoraban a la Diosa Madre encarnada por Astarté, reina del cielo. Si hubo realmente un éxodo de benjamitas desde Palestina cabía albergar la esperanza de dar con algún testimonio del mismo. Lo encontramos en la mitología griega. Existe la leyenda del hijo del rey Belus, un tal Danaus, que llega en barco a Grecia, acompañado por sus hijas. Se dice que éstas introdujeron el culto a la Diosa Madre, que pasó a ser el culto oficial de los arcadios. Según Robert Graves, el mito de Danaus registra la llegada al Peloponeso de «colonos procedentes de Palestina».3 Graves afirma que el rey Belus es en realidad Baal o Bel o quizás el Belial del Antiguo Testamento. También es digno de tenerse en cuenta que uno de los clanes de la tribu de Benjamín era el clan de Bela. En la Arcadia el culto a la Diosa Madre no sólo prosperó, sino que duró más tiempo que en cualquier otra parte de Grecia. Quedó asociado al culto de Deméter, luego Diana o Artemisa. Ésta, conocida en la región por Arduina, pasó a ser la deidad tutelar de las Ardenas; y fue de las Ardenas de donde salieron por primera vez los francos sicambros para penetrar en lo que ahora es Francia. El tótem de Artemisa era la osa: Kallisto, cuyo hijo era Arkas, el niño oso y patrón de la Arcadia. Y Kallisto, transportado a los cielos por Artemisa, se transformó en la constelación Ursa Major, es decir, la Osa Mayor. Cabe pues, que haya algo más que coincidencia en el apellido «Ursus» que repetidamente se aplica a la estirpe merovingia. En todo caso, hay otros datos, aparte de la mitología, que inducen a pensar que hubo una migración judaica a la Arcadia. En los tiempos clásicos la región conocida por la Arcadia era gobernada por el poderoso y militarista estado de Esparta. Los espartanos absorbieron gran parte de la cultura arcádica, que era más antigua; y, desde luego, el legendario Liceo Arcádico puede en realidad identificarse con Licurgo, que codificó la ley espartana. Al llegar a la edad viril, los espartanos, al igual que los merovingios, atribuían un significado especial y mágico a su cabello y, también al igual que los merovingios, lo llevaban largo. Según una autoridad, «la longitud del cabello denotaba su vigor físico y se convirtió en un símbolo sagrado».4 Lo que es más: ambos libros de los Macabeos en la Apócrifa recalcan el vínculo entre los espartanos y los judíos. Macabeos 2 habla de que ciertos judíos se habían «embarcado para ir a los lacedemonios, con la esperanza de encontrar protección allí debido a su parentesco».5 Y Macabeos 1 afirma explícitamente: «Se ha encontrado en escritos referentes a los espartanos y a los judíos que son hermanos y son de la familia de Abraham». 251 Así pues, cabría reconocer cuando menos la posibilidad de una migración judaica a la Arcadia, por lo que los «documentos Prieu-ré», si no podía probarse que eran correctos, tampoco podían descartarse. En cuanto a la influencia semítica en la cultura franca, había sólidas pruebas arqueológicas. Rutas comerciales fenicias o semíticas atravesaban todo el sur de Francia, desde Burdeos hasta Marsella y Narbona. También remontaban el curso del Rhin. Ya en el período 700-600 a. de. C. había asentamientos fenicios en Francia, no sólo a lo largo de la costa, sino también en el interior, en lugares como Carcasona y Toulouse. Entre los artefactos hallados en estos sitios había muchos de origen semítico. Lo cual no es nada extraño. En el siglo IX a. de C. los reyes fenicios de Tiro se habían aliado matrimonialmente con los reyes de Israel y Judá, instaurando así una alianza dinástica que engendraría un contacto estrecho entre sus respectivos pueblos. El saqueo de Jerusalén en el año 70 de nuestra era, así como la destrucción del templo, provocó un éxodo masivo de judíos de Tierra Santa. Así, en la ciudad de Pompeya, destruida por la erupción del Vesubio en 79 d. de C, había una comunidad judía. Ciertas ciudades del sur de Francia —por ejemplo, Arles, Lunel y Narbona— fueron un refugio para los judíos fugitivos más o menos en aquella misma época. Y, pese a todo, la llegada de pueblos judaicos a Europa, y especialmente a Francia, era anterior a la caída de Jerusalén en el siglo I. De hecho, había comenzado antes de la era cristiana. Entre 106 y 48 a. de C. una colonia judía se estableció en Roma. No mucho tiempo después se fundó otra colonia a orillas del curso alto del Rhin, en Colonia. En ciertas legiones romanas se encuadraban contingentes de esclavos judíos, los cuales acompañaban a sus amos por toda Europa. Con el tiempo, muchos de estos esclavos ganaban, compraban u obtenían de otro modo su libertad y formaban comunidades. Por consiguiente, hay muchos topónimos específicamente semíticos esparcidos por toda Francia. Algunos de ellos se encuentran de lleno en lo que era el antiguo país de los merovingios. A pocos kilómetros de Stenay, por ejemplo, al borde del bosque de Woevres, donde fue asesinado Dagoberto, hay un pueblo llamado Baalon. Entre Stenay y Orval se alza una ciudad llamada Avioth. Y la montaña de Sion en Lorena —«la colline inspirée»— se llamaba originalmente Mount Semita.7 Así pues, aunque no podíamos probar lo que decían los «documentos Prieuré», tampoco podíamos descartarlos. Ciertamente, había suficientes pruebas como para considerar que, como mínimo, eran plausibles. Tuvimos que reconocer que dichos documentos podían ser correctos, que los merovingios y las diversas familias de la nobleza que descendían de ellos quizás habían surgido de fuentes semíticas. Pero nos preguntamos si esto sería realmente todo. ¿Sería éste el secreto portentoso que había dado pie a tantas complicaciones e intrigas, a tantas maquinaciones y misterios, a tantas controversias y conflictos a lo largo de los siglos? ¿Nada más que otra leyenda sobre una tribu perdida? Y aunque no fuese leyenda, sino un hecho verdadero, ¿podía realmente explicar la motivación de la Prieuré de Sion y la pretensión de la dinastía merovingia? ¿Podía realmente explicar la adhesión de hombres como Leonardo y Newton o las actividades de las casas de Guisa y Lorena, los esfuerzos secretos de la Compagnie du Saint-Sacrement, los secretos elusivos de la francmasonería «de rito escocés»? Es obvio que no. ¿
Por qué el hecho de descender de la tribu de Benjamín constituiría un secreto tan explosivo? ¿De qué manera podía clarificar las actividades y objetivos de la Prieuré de Sion en nuestros días? Además, si nuestra investigación afectaba a intereses creados que eran claramente semíticos o judaicos, ¿por qué nos encontrábamos con tantos componentes que eran específicamente, incluso fervorosamente cristianos? El pacto entre Clodoveo y la Iglesia de Roma, por ejemplo; el cristianismo declarado de Godofredo de Bouillon y la conquista de Jerusalén; el pensamiento, quizás herético pero no por ello menos cristiano, de los cataros y los caballeros del Temple; instituciones pías como la Compagnie du Saint-Sacrement; una francmasonería que era «hermética, aristocrática y cristiana», y la implicación de tantos eclesiásticos cristianos, desde encumbrados príncipes de la Iglesia hasta curas de pueblo como Boudet y Sauniére. Podía ser que, en esencia, los merovingios fuesen de origen judaico, pero, suponiendo que esto fuese cierto, a nosotros nos parecía esencialmente incidental. Fuere cual fuese el verdadero secreto que había debajo de nuestra investigación, daba la impresión de estar inextricablemente ligado, no al judaismo del Antiguo Testamento, sino al cristianismo.
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